miércoles, 18 de febrero de 2009

Te miro y sonrío

Te miro y sonrío. Miro tus manos; miro tu rostro, en especial tus labios. Sé que gozamos de un largo camino por recorrer, aunque hace poco más de algunos meses que realmente te conozco. No encuentro una explicación para semejante atracción, me permito ser dogmática. Hablas de la filosofía que tanto amamos; yo simplemente, te miro y sonrío. Solo oigo el flujo de tus palabras, mas no logro descifrarlas. Tus labios parecen más interesantes que los mensajes que ellos mismos emanan. Ya no puedo disimular el no escuchar. Con la esperanza de no decepcionarte, rozo furtivamente tu mano e intento no distraerme con tu boca. Beauvoir y Sartre, ellos sí que entendían de qué trata nuestro mundo, te oí balbucear. Sin embargo, no me interesaban aquellos individuos, tan célebres pero infinitamente lejanos.
Me es imposible precisar el momento en que mis sentimientos comenzaron a fluir, aunque, sí podría describir con certeza la forma en que se apoderaron de mí. En un principio, solo sentí una atracción menor; nada fuera de lo habitual; luego la distancia alimentaba furtivamente mi alma sin que yo misma lo notara. Aquella atracción tan polifacética hacia todo tu ser se acumulaba en mis entrañas, como un libro recién leído, hasta que un día me invadió por completo. Se hizo dueña de mi carne y de mis emociones; impedirme desearte se traduciría en el peor de mis pecados, en la más cruel negación de mi existencia. Te miro y sonrío.
Te detienes bruscamente, tus palabras cesan. Me miras apelando a tu más idónea expresión de incertidumbre. ¿Qué es lo que pienso? Con despreocupación respondo que simplemente no puedo quitar de mi mente asuntos que no están relacionados con la filosofía de la que tu platicas (lo cual es meramente cierto), pero no me atreví a confesarte que tal asunto eras tú. Lanzas un gesto de cólera. Continúo mirándote, y sonrío; sin embargo, nuestros gestos no son correspondidos. Das un último sorbo a tu copa de aguardiente y atinas a coger tu abrigo. Mi sonrisa permanece inmóvil, impotente de relegar a mis labios la urgente labor de detenerte. Miras tu reloj, aquel verdugo que yace acérrimo sobre tu muñeca, y dices que algún otro día continuaremos nuestra charla. Intento tocar tu mano, tú ya te encuentras de pié. Me lanzas una mirada comprensiva, sin embargo sigues guardando tus libros. Siento que mis labios están muertos, no consigo oponerme; jamás me perdonaría si te dejara ir. Ya te has despedido con un gesto y al momento en que te aproximas a la muchedumbre, grito tu nombre en un gemido. Me pongo de pie, aún puedo diferenciarte con la mirada. Nuevamente, bramo tu nombre con todas mis fuerzas, sé que te perderé si no logro alcanzarte. Estoy dispuesta a seguirte si es necesario. Sin embargo, te pierdes en la multitud, ya eres uno de ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario